Antes un bibliotecario trabaja en un recinto cerrado con muchos libros. Allí se dedicaba a catalogar y tal, algunos creían que se dedicaba a leerse todos los libros de la biblioteca. De vez en cuando iba la gente a realizar consultas buscando información, buscando libros. Se trataba de un sistema cerrado y de retroalimentación donde el bibliotecario hacía tareas de metabuscador y recuperaba la información pertinente. Se obtenían pocos resultados (nada que ver con las miles de páginas de Google), pero solían ser bastante precisos.
Luego llegaron los ordenadores y la gente empezó a dejar de ir. Al parecer si te comprabas unos discos redondos llamados cedés en los que ponía Encarta, tenías prácticamente toda la información que quisieras. Fue entonces cuando se empezó a joder la marrana. Luego llegó Internet y las bibliotecas (que viene del griego biblion=libro y theke=armario) se empezaron a quedar vacías. Al parecer a este tal Internet lo empezaron a llamar la gran biblioteca del mundo o algo por el estilo.
Por su parte el archivero, un tipo de calidad, con sus gafillas, su cara de ratilla y su piel blanca de no haberle dado un rayo de sol en la vida, estaba ahí liado en su archivo, haciendo sus cosas, leyendo pergaminos dale que te pego, clasificando cáscaras de huevo y tal, una cosa realmente chunga, creedme. Leyendo libros enteros escritos en letra carolingia o semi gótica y viendo que antes de acabar uno ya le habían traído ocho más para que los clasificara en expedientes, series documentales... un follón. El caso es que el pobre estaba ya super agobiado y, de repente, llegaron los ordenadores.
El primero en enterarse de toda esta historia fue el documentalista. El último en unirse a la pandilla. El más pardillo. Pero a este último no le hace caso ni Dios, no tiene un cuerpo a la administración pública propio, los planes de estudio no tienen nada que ver con lo que se requiere y a día de hoy, todavía no tiene un perfil profesional claro.
Dice José Ángel Renedo que hace falta plantearse la inclusión de más conocimientos informáticos entre los documentalistas. Pues claro que hace, es más, es muy necesario. Además, tal vez esto resolvería no sólo el problema del acceso al mercado laboral, sino aquel al que se refería Álvaro Cabezas con el descenso de estudiantes en todas las facultades de Biblioteconomía. Cambiar el nombre de la licenciatura es algo evidentemente necesario, pero también cambiar los contenidos. Añade José Ángel que los periodistas también se lo están planteando con eso del periodismo ciudadano y tal. Pues hay que renovarse.
Renovarse o morir.
Luego llegaron los ordenadores y la gente empezó a dejar de ir. Al parecer si te comprabas unos discos redondos llamados cedés en los que ponía Encarta, tenías prácticamente toda la información que quisieras. Fue entonces cuando se empezó a joder la marrana. Luego llegó Internet y las bibliotecas (que viene del griego biblion=libro y theke=armario) se empezaron a quedar vacías. Al parecer a este tal Internet lo empezaron a llamar la gran biblioteca del mundo o algo por el estilo.
Por su parte el archivero, un tipo de calidad, con sus gafillas, su cara de ratilla y su piel blanca de no haberle dado un rayo de sol en la vida, estaba ahí liado en su archivo, haciendo sus cosas, leyendo pergaminos dale que te pego, clasificando cáscaras de huevo y tal, una cosa realmente chunga, creedme. Leyendo libros enteros escritos en letra carolingia o semi gótica y viendo que antes de acabar uno ya le habían traído ocho más para que los clasificara en expedientes, series documentales... un follón. El caso es que el pobre estaba ya super agobiado y, de repente, llegaron los ordenadores.
El primero en enterarse de toda esta historia fue el documentalista. El último en unirse a la pandilla. El más pardillo. Pero a este último no le hace caso ni Dios, no tiene un cuerpo a la administración pública propio, los planes de estudio no tienen nada que ver con lo que se requiere y a día de hoy, todavía no tiene un perfil profesional claro.
Dice José Ángel Renedo que hace falta plantearse la inclusión de más conocimientos informáticos entre los documentalistas. Pues claro que hace, es más, es muy necesario. Además, tal vez esto resolvería no sólo el problema del acceso al mercado laboral, sino aquel al que se refería Álvaro Cabezas con el descenso de estudiantes en todas las facultades de Biblioteconomía. Cambiar el nombre de la licenciatura es algo evidentemente necesario, pero también cambiar los contenidos. Añade José Ángel que los periodistas también se lo están planteando con eso del periodismo ciudadano y tal. Pues hay que renovarse.
Renovarse o morir.
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